Pasa la vida - Estado Crítico (2024)

Pasa la vida - Estado Crítico (1)

ELENA MARQUÉS | Sigo en redes a ciertas editoriales que me gustan más que la media y enseguida me lanzo a comprar todas sus novedades. Debería quizás esperar a que alguien más «objetivo» me diera su propia opinión. Es normal que quien publica un texto y apuesta por él lo ensalce para atraer a los lectores impulsivo-compulsivos como yo, y son muchas las ocasiones en que no encontramos correspondencia entre lo que reza en la contracubierta o se expone en sus fajas, donde siempre parece que nos enfrentamos a la reencarnación de Faulkner, con lo que termina por acompañarnos en nuestros ratos de asueto.

No es el caso de Una familia moderna, de la noruega Helga Flatland, una deliciosa novela sobre los lazos familiares pero, sobre todo, de cómo nos percibimos unos a otros y a nosotros mismos.

El argumento es bien sencillo. Tanto como que resulta casi inexistente. Una familia se reúne para celebrar el setenta aniversario del padre, y en ese encuentro se enteran de que él y su mujer han decidido separarse. Las reacciones se suceden y evolucionan a lo largo de los dos años siguientes, en que los hermanos intentan seguir con sus vidas y alguno que otro reflexiona sobre el engaño en que han permanecido durante tanto tiempo. Porque es entonces cuando reconocen signos de falta de afinidad, diferencias entre sus progenitores, pequeños desencuentros que antes eran incapaces de percibir. Cuando los miran con ojos adultos.

La estructura es también sencilla. Cinco capítulos en que alternan las voces de Liv, Ellen y Hakon, los tres hijos de ese matrimonio que se acaba. A través de ellos nos remontamos a su infancia y adolescencia en la casa familiar, al papel que cada uno de los hermanos tenía o creía tener en ella. Conocemos sus caracteres, algo sobre su físico (esos normales complejos de la pubertad como un mar de inseguridades), la dislexia detectada tardíamente de la segunda por una falta de atención de los padres (porque nadie es perfecto), la piña que forman las féminas frente al hermano, los trabajos de los progenitores. Vivimos entre las paredes de una casa funcional y discreta, acomodada y sin problemas. Un modelo de paz y seguridad, aunque, como ya digo, con pequeños matices según quién cuente en cada momento.

Creo que uno de los aspectos más positivos del libro es, precisamente, como nos hace caer en la cuenta de que todo es relativo o, lo que es lo mismo, que la verdad no existe. Un mismo acontecimiento, ese día de celebración, por ejemplo, es contado desde varios puntos de vista, y siempre hay algún pequeño detalle que los diferencia. Aun así, consigue Flatland que los demos todos por válidos, que nos identifiquemos con cada uno de esos tres puntos de vista. La hermana mayor como la que asume responsabilidades sin que nadie se las pida. La mediana con su síndrome propio de falta de atención. El pequeño, esperado inútilmente durante años, con una enfermedad que lo hace especial y que siempre parece al margen. A eso se suman sus entornos. Liv, casada y con dos hijos y con sus ideas sobre la mejor forma de educarlos junto a Olaf, que, en un momento dado, también se rebela por la falta de atención que recibe de su esposa. Los deseos frustrados de maternidad de Ellen y sus altibajos con Simen, el elegido para formar su propia familia. Los propósitos de libertad del pequeño, más «moderno» en su concepción del amor y las relaciones abiertas. Todo se cuenta con una gran naturalidad, en una prosa ágil y ligera a la vez que profunda, sin grandes alharacas estilísticas, pero con alguna frase que me parece memorable y que denota un conocimiento exhaustivo del ser humano. Como esta para explicar el yermo dolor de una madre frustrada: «Hemos vuelto a los temas de los que solíamos hablar antes de El Bebé, que ya no se llama El Bebé, del que ya no hablamos con artículo determinado, que ahora ya no es más que una úlcera inflamada de silencio». De esa prosa apta para cualquier público pero no exenta de hondura podría decirse lo que Flatland a través de Liv, y aristotélicamente, declara sobre la vida: «toda la grandeza que se encuentra en el término medio».

Otro de los puntos que más me ha llamado la atención es cómo, otra vez glosando a Tolstoi, todas las familias felices se parecen. Yo, que solo conozco a las mediterráneas, pensaba que allá por Noruega los lazos eran diferentes. Lazos más que nudos, quiero decir. El mismo título, que recuerda al de una exitosa serie estadounidense, quizás me ha predispuesto a ello, a encontrar a un batiburrillo de seres extravagantes e independientes, de esos que quedan de higos a brevas, que se marchan de casa en cuanto empiezan a estudiar en la Universidad. Los protagonistas de esta familia moderna hablan mucho entre sí, incluso sienten celos de las relaciones estrechas que cada uno supone en el otro. Dudan, cambian de opinión, se buscan, se apoyan, se muestran frágiles, se necesitan, se distancian sin saber por qué. Pero, sobre todo, se quieren, de una forma sana y agradable, y por eso temen que esta nueva situación los separe. Son tan humanos, están tan bien descritos, que me ha dado algo de pena despedirme de ellos. Aunque, por supuesto, hay quien despierta menos simpatía, léase la madre de las criaturas, que parece el origen de ese pequeño vuelco en el orden y la rutina, quien toma la decisión de romper con un proyecto que considera acabado y a la que todos, a pesar del cariño, la presentan con sus defectos de egoísmo y condescendencia. Es verdad que ella nunca tiene la palabra, como tampoco la toma el padre. A ellos solo los vemos, sabemos cómo actúan, a través de los hijos.

En fin, que Una familia moderna es una novela muy recomendable, y para todos los públicos. Aunque, claro, no para ese público que espera que pase algo cuando lo único que pasa es la vida, que se detiene en una última frase nada especial pero que significa muchas cosas juntas.

Una familia moderna (Nørdicalibros, 2024) | Helga Flatland | 294 páginas | 20,95 euros | Traducción de Ana Flecha

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Author: Prof. An Powlowski

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